lunes, 5 de noviembre de 2012

Edgardo Scott en Viajera Visita


Edgardo Scott, escritor, músico y psicoanalista, nació en Lanús, Provincia de Buenos Aires, en 1978. En 2004 ganó el Premio Lebensohn de “Cuento Breve”. En 2005 fundó junto a otros escritores el Grupo Alejandría (www.elgrupoalejandria.blogspot.com), grupo que inició el movimiento de “Lecturas” y ciclos literarios en narrativa. Con Alejandría publicó las antologías El impulso nocturno (Gárgola-2007), Tres mundos (Alejandría-2008) y Trece (Alejandría-2012), becadas por el Fondo Nacional de las Artes y por el Fondo Metropolitano de las Artes.
En 2008 publicó la nouvelle No basta que mires, no basta que creas (Editorial de la Universidad Nacional de La Plata, 2008) con prólogo de Martín Kohan.  En 2010 publicó el libro de cuentos Los refugios (Editorial de la Universidad Nacional de La Plata, 2010). En 2012 uno de sus cuentos integró la antología Panorama Interzona, “Narrativas emergentes de la Argentina” y publicó su primera novela, El exceso.
Ha publicado artículos en distintas revistas literarias y suplementos culturales tanto gráficos como virtuales (Ñ, Página 12, No-retornable, Los asesinos tímidos, etc.). También colabora en el blog literario especializado de la editorial y librería Eterna Cadencia, http://blog.eternacadencia.com.ar/.
Ha participado de los programas de tv “El Fantasma”, “10 libros inolvidables” y “Mujeres por hombres” emitidos por Canal (A). Coordina un taller de escritura narrativa y es profesor de la Escuela de Escritura y Oralidad, Casa de letras (http://www.casadeletras.com.ar/).
Además, es corrector de estilo en publicaciones de psicoanálisis.



Los hermanos


Mi hermana tenía el pelo rubio y ensortijado. Recuerdo un gesto casi mecánico de ella: su intento de ordenar una y otra vez con un gancho lila aquella mata rebelde; la puedo ver con los dos brazos en alto y hacia atrás, la mano derecha tomando el cabello, la izquierda el gancho, buscando ajustarlo en el punto exacto, un poco arriba de la nuca. Me costaría rescatar una imagen suya sin ese peinado.
Siempre pasamos mucho tiempo, solos. Las mujeres que nos fueron cuidando a lo largo del tiempo, al comprender nuestra suficiencia para entretenernos, poco nos controlaban; en cambio, se dedicaban sí a esperarnos a la vuelta del colegio con la merienda servida, a prepararnos el baño y la cena, a dejar listos los uniformes para el día siguiente. Los dos éramos tranquilos. Mi hermana era (es) mayor que yo cuatro años. En verdad, tres años y seis meses. No obtengo de la niñez ningún episodio en particular con ella; al menos, ninguno donde el recuerdo nos aislara de nuestros padres. Hay el cruce de un puente más o menos alto y precario desde donde era difícil (y quizá por eso mismo aterrador) divisar las manchas negras en aquel lecho sin agua del río, las manchas que en verdad eran cangrejos; hay una navidad donde mi madre debió medicarla y encerrarla debido a su gran temor a los estruendos de las explosiones de medianoche, y yo le hacía burla comparándola con los perros; y hay una mañana, donde ella me está por atar los cordones, y mis padres detienen todo y corren obnubilados a buscar la cámara para tomarnos una fotografía. Y no mucho más. No son, de todos modos, recuerdos nuestros, sólo imágenes, construcciones fragmentarias, apenas relatos familiares.
En la adolescencia nos comportábamos como dos huéspedes de honor en la casa, como dos extraños que un par de veces por día se cruzan en el ascensor o en el vestíbulo de un hotel. Ella jugaba sin interrupciones en la computadora y yo armaba hasta el agotamiento aviones y barcos a escala. Si estudiábamos, cada uno tenía en su habitación todo lo necesario. Mi hermana, supongo que por ser mujer, tenía además su propio cuarto de baño, pero yo tenía para mí los dos restantes. No sé qué hubiera pasado si hubiésemos sido tres. Tampoco sé si mi hermana tendrá recuerdos o imágenes de ella sola en la casa, anteriores a mi nacimiento. Sé que mis padres siempre intentaron que cada uno fuera independiente del otro; que no hubiera mayorazgos ni intromisiones; que cada uno creciera con sus propios juegos, lugares y amigos; en la secundaria, por ejemplo, fuimos a distintos colegios; adecuados, según creo, a nuestros distintos intereses y temperamentos.
Durante los días de verano que no había vacaciones ni colonia, las distintas habitaciones de la casa repetían el mismo cuadro, la misma atmósfera: persianas bajas y la madera del piso reflejando apenas una franja de luz exigua y calurosa. Una vez (yo tendría once y ella catorce), habíamos coincidido en la cocina. Los dos estábamos descalzos y teníamos las plantas de los pies bastante sucias. Estoy seguro de que ella estaba comiendo alguna fruta o un poco de helado y yo tomaba un vaso de Coca-Cola. Por la ventana que yo tenía de frente y ella de espaldas, podía ver a lo lejos a la mujer con guardapolvo rosa y sombrero blanco regando el parque. Mi hermana, sin preámbulos ni inseguridades, me dijo que no usara medias si me ponía una bermuda o un short. Yo no contesté, acaso porque aceptaba su indicación. Pero una o dos tardes después le deslicé el comentario de que siempre tenía puesto el mismo gancho. Me encanta el violeta y el lila, dijo ella, y creo que hablamos algo más esa tarde y alguna otra, pero ahora está borrado o sumergido en el aparente olvido.
La espié desnuda pocas veces; al comienzo se trataba por mi parte de pura curiosidad, de ver, de acceder por fin al cuerpo real de una mujer. Pero la excitación era difusa, esquiva y comencé a fijarme en sus defectos: su piel demasiado pálida, las piernas largas y angostas, la indiscernible cicatriz en el abdomen, su cara de moneda o de muñeca rusa.
A los dieciocho se fue a estudiar al exterior. Si utilizo esa palabra inmadura e imprecisa es porque se ajusta bien a mi conocimiento incompleto de sus trayectos y a las varias carreras y a los varios países en los que estuvo. Al comienzo manteníamos sin embargo un contacto electrónico de manera infrecuente. A veces, muy pocas, llamaba por teléfono a casa, yo atendía, la saludaba y le pasaba la comunicación a mis padres. Con el tiempo, los contactos se espaciaron aún más. Para la época en que yo empecé a estudiar, ya no había noticias de ella, ni de dónde podía estar.
A lo largo de estos años, he tenido a veces el impulso de buscarla, pero algo inacabado y triste me lo ha impedido. Suelo pensar en ella de manera intensa y esporádica. La mayoría de las veces la imagino en un lugar extraño con un no menos extraño destino: orando rapada en un monasterio a la altura de las nubes; curando animales en un caserío febril de la selva; en una clínica tratando de soportar la abstinencia y el tedio; o en una oficina con paredes de vidrio, cuidando los intereses de una corporación. Pero son ideas. Es muy probable que no sea así. Es muy probable que mi hermana ya tenga una familia, su familia, y que por lo tanto yo tenga sobrinos, que seguramente se pelean a veces, que ignoran todo o casi todo de mí y que hablan con facilidad otro idioma.











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